67 años no es nada

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La frente tatuada con paso del tiempo, el gesto marchito por el soplo de una vida. Aquel era el rostro de una leyenda de biblioteca. Había tardado 67 años, 4 meses y 12 días, pero allí estaba. Traía de vuelta los mitos que una vez anidaron en esas estanterías. Y yo, Zoe Cornelius, iba a ser la encargada de sellar tan legendario momento. Con el embarazo propio de quien lleva en sus entrañas el peso de la culpa, la anciana adivina el parpadeo de las luces de la recepción y atraviesa el corredor. “Hoy quiero confesar […]”, entonó, posando el volumen sobre el mostrador.

Myths and Legends of Maoriland volvía a Epsom con 24 605 días de retraso y una tierna historia al lomo. Esta primera edición de la obra de A.W. Reed había salido de la biblioteca 1 mes y 1 día antes de que acabara 1948. Lo hizo de la mano de una niña. Ahora regresaba bajo el brazo de la senectud, a 2 meses y 2 días del ecuador de 2016. Sus relatos habían alumbrado toda una vida templada por veranos húmedos e inviernos suaves. Sin importar en qué forma, ni dónde, ni cómo, había sido el equipaje con el que aquella cría se había mudado con su familia a Auckland City.

Cada domingo por la tarde, cuando la lluvia oceánica le obligaba a quedarse en casa, Sarah lo aceptaba como su único compañero de juegos. Sus animadas ilustraciones le transportaban a mundos oníricos que nada tenían que ver con su nueva y odiada realidad. Conseguían acallar el haka de sentimientos encontrados. Encontrarle un sentido a su nueva vida en la gran ciudad. Y de paso, enseñarle los orígenes de la Polinesia.

Lejos de asustarle, las caras tatuadas y cuerpos esculpidos de sus héroes le rescataban de las mareas de nostalgia que a ratos entristecían sus mejillas. Por un lado, la imagen de Rangi -Padre Cielo- y Papa -Madre Tierra- alumbrando al universo en un abrazo lograba difuminar la indignación hacia mamá y papá. Por otro, la lucha entre los descendientes divinos Tane y Tu por abrir un espacio dentro del confinamiento paternal le liberaba de toda culpa. ¿Qué había de malo en querer liberarse de los padres, cuando había sido una escisión la que dio lugar al cielo y a la tierra que ella conocía?

En Maui encontró a su alma gemela. Desafiante y rebelde como ella, este semidiós había crecido milagrosamente en un entorno tan hostil como el que soplaba en casa. Reconocía en él la tozudez y determinación que tanto le reprochaba su madre. Gracias a estas cualidades, Nueva Zelanda estaba hoy a flote. Habían sido el anzuelo con que Maui se la había arrancado al mar. ¿Por qué no iba a hacer ella lo mismo para alcanzar su independencia?

Tras la tempestuosa pubertad, la brisa de la madurez sedimentaría en Sarah la humildad, resiliencia y templanza de quien se sabe en armonía con el mundo humano y natural. El amor carnal la hizo madre, convirtiéndola en personaje sombra de su propia historia. Desde ese nuevo papel, lo divino se leía terrenal y lo utópico, distópico. Los abuelos eran los nuevos héroes. Los hijos, los nuevos contendientes. Y ella, la que luchaba por mantenerlos en su vientre. Aprendió a vivir a través de ellos. Aprendió a vivir. Y aprendió de ellos. Se vió reflejada en sus miedos, inquietudes y deseos. Se perdonó a sí misma. Se deshizo de cualquier apego. Y creció. Ella también.

Los años pasaron con la misma velocidad de quien relee. La vejez le devolvió el protagonismo. De pronto, se vio con el tiempo y la distancia necesarios para tomar conciencia de su propia fábula. De hacer balance. Las páginas pasaban lentas. Pesaban las historias, los anhelos y el hastío. Cada capítulo se le presentaba como el pasillo oscuro de su casa en Epsom. Había llegado el momento de cerrar el libro. De enfrentarse al regreso. De cruzar por fin aquel corredor. De volver.

Las sienes palpitando por la emoción, el corazón enternecido por la empatía. Era la historia más legendaria que jamás había oído. Yo, Zoe Cornelius, decidí entonces sellar el final de una edición, 67 años después, con la tinta del indulto.