El amante gaviota

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No podía quitarme su escandaloso graznido de la cabeza. Siempre le he tenido asco a las gaviotas y el hecho de que su gritito pre mortem me recordara a esos buitres del mar no debía de ser buena señal. La próxima vez que se me resbalen los dedos, que sea hacia la izquierda, no a la derecha, que luego pasa lo que pasa. Para el sexo 3.0 es mejor tenerlos lentos y toscos. Lo peor es que no solo soy de dedo rápido, mi lengua tampoco se queda atrás. Debí haber cerrado la boca cuando me llamó para tener ‘una segunda cita’. He dejado que el estigma de divorciada me llegue muy adentro y, claro, al final acabo diciendo que sí a todo.

Las nueve y veintidós y ahí seguía yo, mirando a través del vaho dibujado de la ventana de aquella cafetería de barrio. Quedaban 8 de los 15 minutos de espera que le había concedido. No se merecía más tiempo del que él me había dedicado cuando follamos. ‘Son los nervios’, se había excusado. O las ganas de que me vaya de tu cama, pensé yo. Me quedé con las caderas abiertas, los labios mojados y la miel en la boca. Me prometí que no volvería a pasar. Y para recordármelo, me obligué a calificar aquella cita con una sola estrella. La última versión de eFucking te permitía hacerlo.

Llené aquel vacío de tiempo dándole a los dedos hasta que ¡pum! match nuevo, esta vez con un miembrísimo del cuerpo, con el miembro y el cuerpo bien cargados. Todavía no podía creer que fuera tan fácil. Ya me lo habían avisado mis amigas, ‘Descárgatela, te vas a hinchar’. Puede que sexo no me faltase, vale, pero echaba de menos nuestro frufrú de pieles lamiadas, tu aliento en mi oreja, mis espasmos al correrme en tu boca. Llegarán otros dedos, otras lenguas y otros orgasmos, me repetía; sé frívola pero caliente, me sometía. Entre el sometimiento, la culpabilidad y la excitación me pilló su metro y sesenta y nueve.

Ahí estaban él y sus caracoles relamidos cayendo a un lado de la frente, su mandíbula perfectamente marcada y una barba rubia que apenas cubría una piel castigada por el acné. La completa antítesis de mi sueño más freudiano. Es el morbo de los feos, pensé, al tiempo que me levantaba a saludar con un aspaviento que me delataba. De repente me encontré con sus labios apretados contra los míos; sus manos en mis nalgas, contraídas de pavor; sus caderas ahogando mi vientre, ahora prieto de la emoción. Un par de comentarios superficiales, tres sonrisas pícaras y cuatro lengüetazos después, mis cachetes volvían a estar prietos, pero esta vez contra el gotelé de su estudio o ‘loft’, como lo llamaba él. Sus manos buscaban la liga de mis medias; las mías, el bulto prominente que me había desatado y desabrochado los automáticos de mi falda de antelina. Y la encontré, la razón que me había llevado de nuevo a esos 43 metros cuadrados de vaho, lascivia y ardor irrefrenables. Graznido, muerte y levantamiento. Grito, espasmo y dilatación. Así hasta tres veces. ‘Me has puesto nerviosa’, mascullé con la poca saliva que me quedaba en la boca. Y la que me fui a casa entonces fui yo.