El mundo en mi ombligo

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A pies juntillas. Unidos los talones, simétricamente separados los dedos. El ombligo manda. Retraído pero contundente, ordena cerrar la cremallera que asciende hasta el core o centro corporal. Los hombros anhelan el suelo. Erguida, la coronilla sueña con tocar el techo. Comienza la clase. Gracias a Herr Joseph Pilates, hoy desdoblo mis días -y mi espalda- con tres horas a la semana de control consciente de mi mente sobre mi cuerpo. La “Contrología” nació de la lucha personal de un alemán raquítico, asmático y con reuma por sanar sus enfermedades a base de ejercicio físico. Hoy, el Pilates es uno de los métodos de entrenamiento físico-mental con más seguidores en todo el mundo: se calcula que alrededor de 500 millones practican esta suerte de arte de movimientos leves, elegantes y fluidos. Flexible en su ejercicio y precisa en sus transiciones, la disciplina del sacacorchos, la sierra o la plancha hace además el salto del ángel, la bicicleta o la “V”, se enrolla y da patadas. Sin ella, la evolución homínida, con su peso, nos habría agazapado, escondiéndonos tras unos hombros recelosos de la realidad. Con ella, yo camino erguida. Controlo la energía de mi cuerpo, mi condición leve o pesada. Descontrolo el vuelo hacia el reflejo de mis deseos, a mi proyección en el espejo.

Imbuida por el espíritu de Kundera, me elevo, negándome al eterno retorno, desafiando la gravedad con la ligereza de lo que ya no volverá. De lo que no hemos de temer. Exhalo miedo. Inhalo serenidad. Me convierto en la versión femenina del Übermensch. La rectitud corrige mi postura. La desinhibición impulsa mis transiciones. Intensas, desmesuradas, paliativas. De fondo, la cadencia de un soplo. El gesto de un esfuerzo colectivo por extender nuestra estoicidad.

Héroes del esfuerzo-sin-almuerzo, a veces partimos el mundo en dos para flotar sobre una mitad a la que llamamos bosu. Equilibrio, fuerza y resistencia nos ayudan a combatir los embistes de la gravedad y de esa semiesfera de látex con nombre japonés. Otras, estiramos las posibilidades de una banda elástica, encontramos el apoyo de nuestra rutina en un balón gigante o nos suspendemos en el aire, colgados de alas negras con plumas amarillas y garras de plástico. El TRX nos convierte por una hora en garzas sin corona y polluelos con nido. En velociraptors hambrientos de las 3 de la tarde con ganas de depredar.

Cierro la cremallera. Junto los talones. Asiento el suelo bajo mis dedos. La nuca, erguida. Mi energía, controlada. Lejos del tatami, el mundo ha seguido bullendo. El teléfono ha estado zumbando. Por suerte, Panta Rhei y Herr Pilates lo han vuelto a hacer: para mí, la realidad ya no es la misma. El centro del mundo se esconde ahora en mi ombligo. Él manda.