Tris-tras

Tris-tras

“¡Petra, sal de detrás de la cortina!”. Era dar las 9 y tu cuerpecillo cimbreante desaparecía de la vista.  Solo se oía el cascabeleo de tus minúsculos pies camino de tu mundo-detrás-del-visillo. Las gotas de sudor que rociaban tu nariz eran las culpables de que, de un momento a otro, las gafas se posaran en tus alas, henchidas de excitación, tapando gran parte de las pecas que trufaban tus pómulos melocotón. Escondías la vergüenza entre los hombros y tapabas tu miedo con aquel parche color marrón.

Todavía eras demasiado pequeña para saberlo, pero intuías que no te iba a gustar. Te pasaba lo mismo cada vez que te las tenías que quitar. Preferías verlo todo a través de sus lentes, que ellas decidieran lo que merecía ser visto y lo que no. Sin ellas te sentías indefensa. Al final, acababas cayendo en aquellos brazos de puño blanco y, atrapada entre imágenes mandaloides, obedecías a su delicada maquinaria.

“Elige el que más te guste: derecha o izquierda” retumbaba en tu cabeza el eco metálico con tono fingido. Tu corazón escupía sangre a la velocidad de un presentimiento, golpeando tus sienes. Tu vejiga apretaba, reclamando su papel en aquel concierto de sinfónicas imágenes que avanzaban y retrocedían. Que se iluminaban y desaparecían. Y de fondo, el tris-tras mecánico de aquella fábrica de formas y colores. “Tengo que hacer pipí”, hablaba finalmente la tensión por ti. De nuevo, el baile descoordinado de puntillas hasta la puerta al final del pasillo. Por el camino te saludaban los mismos gnomos fosforitos de la pared pintada, asomando detrás de cada quicio. Había veces, en cambio, en que el hipnotizador ir y venir de seres, objetos, letras y redondeles enmudecía tus instintos más primarios y acababas diluyendo tus nervios, empapando tus miedos y encharcando tus sueños. Aún bloqueada por la indecisión, te dejabas llevar y seguías a saltos esa sucesión de signos gráficos que componían la metáfora de una visión perfecta. Lo que no sabías, lo intuías. La frustración era tu peor enemiga. No importaba que no hubiera camino, tú lo encadenabas en blanco y negro. Maquillabas tu inseguridad con brochazos de imaginación, pinceladas de arrojo y sombras de inconsciencia.

“Ahora mantén los ojos bien abiertos”. Una bocanada seca y explosiva espantaba tus pestañas mientras tú tratabas de mantener el cuello erguido, la barbilla dignamente elevada, la frente estratégicamente apoyada. La nebulosa frente a tus ojos se poblaba por unos segundos de hormigueantes y diminutos seres que parpadeaban en naranja. Te empeñabas en seguirlos, pero en un guiño se habían marchado ojo arriba en formación.

“Mira hacia arriba” e imbuida por la solemnidad estéril de aquella voz, nos ofrecías tu semblante más virginal dirigiendo tu mirada hacia el techo, aclamando el final de aquella tortuosa pesadilla. De manera inesperada, un halo amarillo empañaba en el caer de una gota todo lo que veías. Entrabas en un estado de confusión que rompías con lágrimas ámbar en tus mejillas, ahora color salmón.

Y luego estaban aquellos días, 1 de cada 12, en que, contra todo pronóstico, sonreías a pesar de aquel extraño artilugio sobre la concavidad de tu simbólica nariz. Hoy sé que solo una niña de 4 años con tu imaginación podría saber lo que significada aquel ensamblaje de retorcidas lentes: la visión de una flamante realidad.

Entonces despertabas de tu letargo y abrías los ojos, perfectamente enmarcados, iluminados y ansiosos por engullirlo todo. “Mamá, ¿qué pone ahí?”.

67 años no es nada

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La frente tatuada con paso del tiempo, el gesto marchito por el soplo de una vida. Aquel era el rostro de una leyenda de biblioteca. Había tardado 67 años, 4 meses y 12 días, pero allí estaba. Traía de vuelta los mitos que una vez anidaron en esas estanterías. Y yo, Zoe Cornelius, iba a ser la encargada de sellar tan legendario momento. Con el embarazo propio de quien lleva en sus entrañas el peso de la culpa, la anciana adivina el parpadeo de las luces de la recepción y atraviesa el corredor. “Hoy quiero confesar […]”, entonó, posando el volumen sobre el mostrador.

Myths and Legends of Maoriland volvía a Epsom con 24 605 días de retraso y una tierna historia al lomo. Esta primera edición de la obra de A.W. Reed había salido de la biblioteca 1 mes y 1 día antes de que acabara 1948. Lo hizo de la mano de una niña. Ahora regresaba bajo el brazo de la senectud, a 2 meses y 2 días del ecuador de 2016. Sus relatos habían alumbrado toda una vida templada por veranos húmedos e inviernos suaves. Sin importar en qué forma, ni dónde, ni cómo, había sido el equipaje con el que aquella cría se había mudado con su familia a Auckland City.

Cada domingo por la tarde, cuando la lluvia oceánica le obligaba a quedarse en casa, Sarah lo aceptaba como su único compañero de juegos. Sus animadas ilustraciones le transportaban a mundos oníricos que nada tenían que ver con su nueva y odiada realidad. Conseguían acallar el haka de sentimientos encontrados. Encontrarle un sentido a su nueva vida en la gran ciudad. Y de paso, enseñarle los orígenes de la Polinesia.

Lejos de asustarle, las caras tatuadas y cuerpos esculpidos de sus héroes le rescataban de las mareas de nostalgia que a ratos entristecían sus mejillas. Por un lado, la imagen de Rangi -Padre Cielo- y Papa -Madre Tierra- alumbrando al universo en un abrazo lograba difuminar la indignación hacia mamá y papá. Por otro, la lucha entre los descendientes divinos Tane y Tu por abrir un espacio dentro del confinamiento paternal le liberaba de toda culpa. ¿Qué había de malo en querer liberarse de los padres, cuando había sido una escisión la que dio lugar al cielo y a la tierra que ella conocía?

En Maui encontró a su alma gemela. Desafiante y rebelde como ella, este semidiós había crecido milagrosamente en un entorno tan hostil como el que soplaba en casa. Reconocía en él la tozudez y determinación que tanto le reprochaba su madre. Gracias a estas cualidades, Nueva Zelanda estaba hoy a flote. Habían sido el anzuelo con que Maui se la había arrancado al mar. ¿Por qué no iba a hacer ella lo mismo para alcanzar su independencia?

Tras la tempestuosa pubertad, la brisa de la madurez sedimentaría en Sarah la humildad, resiliencia y templanza de quien se sabe en armonía con el mundo humano y natural. El amor carnal la hizo madre, convirtiéndola en personaje sombra de su propia historia. Desde ese nuevo papel, lo divino se leía terrenal y lo utópico, distópico. Los abuelos eran los nuevos héroes. Los hijos, los nuevos contendientes. Y ella, la que luchaba por mantenerlos en su vientre. Aprendió a vivir a través de ellos. Aprendió a vivir. Y aprendió de ellos. Se vió reflejada en sus miedos, inquietudes y deseos. Se perdonó a sí misma. Se deshizo de cualquier apego. Y creció. Ella también.

Los años pasaron con la misma velocidad de quien relee. La vejez le devolvió el protagonismo. De pronto, se vio con el tiempo y la distancia necesarios para tomar conciencia de su propia fábula. De hacer balance. Las páginas pasaban lentas. Pesaban las historias, los anhelos y el hastío. Cada capítulo se le presentaba como el pasillo oscuro de su casa en Epsom. Había llegado el momento de cerrar el libro. De enfrentarse al regreso. De cruzar por fin aquel corredor. De volver.

Las sienes palpitando por la emoción, el corazón enternecido por la empatía. Era la historia más legendaria que jamás había oído. Yo, Zoe Cornelius, decidí entonces sellar el final de una edición, 67 años después, con la tinta del indulto.