¡Con un par! De ovarios, claro. Los tacones se los había dejado a la chica que le hacía eco desde que salió del hotel. De esta forma inauguraba Julia Roberts su paseíllo de mujer pretty por la alfombra roja de Cannes. Presentaba Money Monster junto a George Clooney. Su sencillo gesto volvía a poner en tela de alfombra el estricto código de vestimenta del festival. Y de tacones, levantaba ampollas sobre la escasa presencia femenina en el cartel. No se quieren enterar. No lo dice el guión, pero ellas ya no quieren ser cenicientas. Quieren decidir qué ponerse, cómo quitárselo, y dónde dejarlo. Y hacerlo conscientemente. No necesitan príncipes azules que les pongan los pasos.
Tampoco los necesitaron en su momento -ni los necesitan ahora- Geena y Susan. Las famosas BFF fueron las primeras en conducir la historia del cine feminista. Intercambiaron los papeles con el macho, adoptando una actitud viril y (¡oh, que atrevidas!) libre. Hay quien lo llamó transgresión de género. Yo prefiero llamarlo diversión de amigas. ¿Se imaginan a George Clooney llevando los stiletto de Julia? Me encantaría. Y a Kristen Steward seguro que también. Que se atrevan a preguntarle en el photocall de turno que por qué no lleva tacones. «Tampoco los lleva mi amigo», le diría ella. «Entonces ¿tiene que llevarlos él también?»
Como dice una amiga experta en estas lides, «el protocolo está para saltárselo». Seguro que Julia, Kristen o Nicola, la recepcionista británica despedida por llevar bailarinas al trabajo, han tenido un buen motivo para pasárselo por la suela. Reivindicativas, feministas, rebeldes, naturales o simplemente cómodas. Las mujeres ya no queremos encorsetamientos. No dejamos que las tallas coarten nuestras ganas de expresarnos. Y no necesitamos accesorios que nos alcen el ánimo. Solo aceptamos complementos que nos den voz.
Y parece que la cultura de la moda nos acompaña. Se está moviendo a la misma velocidad que nuestros trepidantes estilos de vida. Al son de nuestros roles de buena-pareja-mejor-madre-y-empleada perfecta. Al ritmo del consumo inmediato. Sus procesos de creación, producción y distribución son cada vez más efímeros. Como las tendencias. Estas se ajustan a nuestras formas: relajadas, sencillas y contundentes. El lujo se puntea ahora en versión natural, antibarroca, humana. El pret-à-porter es ahora ready-to-wear; el glamur, effortless. Los pitillos abren su pernera para dar paso a los nuevos culottes, que ya no enseñan cachete, sino tobillo. Nos hemos acercado al lejano oeste, dejando que el índigo tiña nuestro armario y lo customize con jirones, remaches y tachuelas. Nos vestimos con prendas masculinas de siluetas ultrafemeninas. Stan Smith es el nuevo Manolo Blahnik. ¿Qué pensará Carrie de todo esto?
Pero en la moda, como en la vida, cada cual se inspira, viste y pisa por y cómo quiere. Y en La Croisette, como en la vida, no iba a ser menos. Hay quien, como la mujer bonita, se ha vestido de Armani Privé y ha pisado descalza o quien decidió hacerlo de Coco-rockera, como Kristen, Personal Shopper en la cinta de Olivier Assayas e imagen de Chanel.
Lo que en su momento fue signo distintivo de una clase social, es hoy una forma de expresión. El reflejo de nuestro estado de ánimo. Moda es sinónimo de carácter, actitud, e incluso un medio de reivindicación. Lo que hoy es símbolo de feminidad y glamur, fue originariamente un accesorio funcional y exclusivo de hombres. Icono de masculinidad y bravura, los tacones les ayudaban a no perder sus estribos a la hora del combate, y posteriormente, a no manchar sus ropajes en las lodosas calles. No sé a cuento de qué arqueamos las cejas, entreabrimos la boca y nos la tapamos con la mano cuando alguien plantea la posibilidad de que sea ahora el príncipe quien, con charreteras o sin ellas, con pajarita, corbata o sin ella, lleve los tacones. ¿Por ser hombre? ¡Con un par…!